Por María Isabel Pardo Bernal.
01 de mayo de 2016.
CONFIESO
No sé qué es más tópico,
celebrar un día de la madre al año, o decir que el día de la madre debe ser
todos los días del año, y decirlo precisamente el día que se ha establecido
para celebrarlo. El caso es que sea como sea,
y esto me parece bien, un día, al menos, dedicamos unos momentos para reflexionar,
recordar, escribir, hablar sobre lo que fue, es, debería ser una madre. Opino que tendemos a mitificar a las madres,
no queremos crecer, queremos creer que una madre es un ser superior, alguien
que todo lo puede, que no tiene necesidades propias, que no es mujer, que no
tiene carencias, ni defectos, que las madres son seres angelicales, diosas sin
pecado. En nuestra inmadurez, pensamos que nuestra madre es santa, es única, como si los demás no
tuvieran madre. No es así, las madres somos seres humanos, y somos mujeres. Reivindico
mi imperfección, mi no santidad, por
mucho que una legión de nuevas corrientes de madres alfa, o como se quieran
denominar, tan de moda hoy, se empeñen en publicitar lo contrario.
Confieso: yo nunca he sido
una madre ejemplar, de sobra lo sabéis.
Muchas veces me hacía sentir mal el hecho de tener flaquezas, de tener debilidades, el hecho de no saberlo todo, de
no poderlo todo, de no sentirme ni única, ni especial. Me educaron para creer
que ser madre debe dejarte satisfecha cien por cien, que debes centrarte en tus
hijos y nada más que en ellos, que debes
olvidar tus sueños, que ya no eres un ser independiente, que ya no puedes pensar en ti, que debes cortar tus alas y
dejar de volar, y además ser y estar muy feliz. Así, cabalgas con la culpa, adoras a tus
hijos, pero sientes que necesitas algo más en tu vida. Decides que quieres seguir trabajando, no sin
culpa, seguir teniendo una parcela de
independencia, de realizarte a nivel profesional. Trabajar y ser madre, en una
sociedad patriarcal te lo pone muy difícil. Faltan horas, faltan energías,
faltan ayudas, falta comprensión, falta entender que los hijos son cosa de dos.
No hay equilibrio, toda la balanza se cae estrepitosamente hacia el mismo lado.
Las mujeres somos las grandes perdedoras, hagamos lo que hagamos, nunca será
adecuado, nada contentará a todos. Yo
decidí seguir trabajando, aunque tampoco me quedaba otra, había necesidad
económica, además de que no me resignaba a abandonar mi profesión. Con tres hijos a cuestas, y muchas horas en
mi puesto de trabajo, siempre me ha faltado espacio, horas. Siempre he tenido
algo pendiente, siempre he pensado que no llegaba a todo, siempre el sentido de
culpa, siempre esa sensación de no ser capaz, impotencia, angustia,
remordimientos, y cansancio, mucho cansancio. Peinarte mientras vistes a tus
hijos, y salir a la calle colocándote todavía los zapatos. Intentar recordar si
te has puesto las medias, o si llevas el zumo para los niños en el bolso enorme
que se hizo inseparable de ti desde el mismo momento que nació tu primer hijo. Recuerdo días con el coche lleno de papeles y a ti, mi pequeño
Héctor, de apenas unos meses, en tu capacito, solos en la carretera, y con un
reventón de rueda. Recuerdo buscar
parques tranquilos para poderte amamantar sin abandonar mis obligaciones en el
trabajo, cambiarte los pañales en un parking,
y seguir andando contigo a horcajadas en mi cadera, de Ministerio en Ministerio,
mientras te susurraba nanas y “te quieros”. Recuerdo tu sonrisa, y tus manitas
rechonchas acariciándome la cara mientras hacía cola en cualquiera de las
oficinas de la administración donde tenía que acudir. Luego, vinisteis los
gemelos, Adrián y Sergio; la cosa se
puso más complicada, problemas con mi salud, y el caos. Repaso
los días en que os llevaba conmigo al
despacho, y allí suplicaba que no os diera por berrear a ambos a la vez, las
interminables visitas al pediatra, a urgencias, a la farmacia. Mi lucha por
intentar tener medianamente organizado nuestro hogar. Recuerdo las mañanas de días laborales con
vosotros tres, los nervios de no llegar
nunca a hora, los lloros de los primeros meses de colegio. Las lágrimas y el
estrés con las que llegaba a mi trabajo.
las noches de fiebre y cansancio, noches
en blanco pensando que no iba a tener fuerzas para levantarme al día siguiente,
pero sobre todo, evoco con gran nitidez los encuentros cuando acababa la
jornada, los abrazos, los gusanos y las flores que me traíais del patio del
cole, las mariposas, las risas, y los juegos, los abrazos, la música, las horas
de charlas exclusivas, las pelis con palomitas, los viajes por mundos
fantásticos, el bosque mágico, MI mar en nuestros corazones, las caracolas, el
teatro, los proyectos, las ilusiones, los superhéroes, los dibujos, los dedos
manchados de pastel… Habéis crecido con una madre que limpiaba, fregaba, hacía comidas, y en minutos, se vestía de ejecutiva y peleaba en el
despacho como un hombre. Habéis vivido con una madre que siempre corría, que siempre tenía prisa… Me
veíais venir exhausta, pero también, desatarme la coleta, y tirarme al suelo
con vosotros, y portarme como la niña
que todavía era. Declamar poesía, disfrazarme, meternos en la bañera juntos para
buscar aventuras en los mares del sur. Yo era la mamá que gritaba con vosotros que “la vida pirata era
la vida mejor, sin trabajar, sin estudiar, con la botella de ron…” Nos adentrábamos en las maravillas de las únicas
joyas que poseo, mis libros. Nos
llenábamos la nariz de harina, os dejaba saltar en la cama, mientras cantábamos
“había una vez un barquito chiquitito…”, os consentía por cada cucharadita que comíais
una “palabrota” tipo: caca, culo, mierda… Os cobijaba bajo mis faldas, os hacía
cosquillas, me acurrucaba a vuestros pies velando vuestros sueños, os contaba
secretos. Me moría cuando os poníais enfermos. Descubrimos juntos las maravillas de la
naturaleza, os enseñé a amarla, os
enseñé a ser generosos, y a ser libres, aunque no supe eliminar los miedos, ni
todos los complejos, ni pude evitaros caídas, y algún que otro desengaño. Nunca
os escondí mis sentimientos, me habéis visto alegre y triste, reír como loca, y
también llorar, llorar mucho. Me visteis
subir al cielo, pero también caer a los infiernos. Me escuchasteis suplicar. Me humillé, y también me
supisteis altanera y orgullosa. Vuestra
madre fue reina y esclava, y os dio las
herramientas para tener criterio propio, para pensar y razonar. Os hablé de
justicia y de bondad. Os enseñé a escuchar, a ser amables, y a sonreír en todo
momento. Os abrí mundos y universos,
también, alguna vez, y sin querer os hice daño. Os enseñé a dudar de todo, y a
disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Nunca os juzgué, y mi amor, lo sabéis, es
incondicional… No soy perfecta, no fui
la madre modelo de los cuadros, ni la de los anuncios, ni la de la literatura, ni la de
la religión. Manifiesto haber cometido
muchos errores y no haber sido todo lo clarividente que debiera, ni todo lo
paciente, ni todo lo estupenda y bondadosa. No he sido mártir, ni diva, pero di la vida
literalmente por vosotros.
Hijos, volad, volad sin culpa, amad, amad,
amad sin límite, y sobre todo, os ruego que nunca, nunca me subáis a la piedra
de las diosas. Mamá solo es mamá.
¡Os amo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario